Ⅰ. Los años de la “democracia real”
La primera organización marxista revolucionaria en Afganistán fue fundada en 1966 con el nombre de Organización Juvenil Progresista (PYO). El revisionista Partido Democrático del Pueblo de Afganistán ( PDPA ), dirigido por Moscú, había sido fundado algún tiempo antes por varios intelectuales con vínculos sospechosos con una facción de la élite gobernante. (El príncipe Daoud, primo del rey Zahir Shah y primer ministro de Afganistán [1953–1963], fue apodado “El Príncipe Rojo” debido a su debilidad por el liderazgo soviético posterior a Stalin; Babrak Karmal, uno de los padres fundadores del PDPA y líder de la facción Parcham de este partido era notorio como informante de Daoud y como complaciente de sus ambiciones políticas).
Una característica destacada del movimiento marxista revolucionario en Afganistán desde sus inicios ha sido su lucha incansable contra el revisionismo y el oportunismo. Fue en un contexto anti-revisionista y anti-oportunista donde se fundó y creció el movimiento marxista revolucionario en Afganistán. Aquellos primeros años estuvieron dominados por polémicas ideológicas entre los partidos comunistas de la Unión Soviética y China, por un lado, y la Revolución Cultural en China, por el otro. Ambos fenómenos políticos tuvieron efectos ideológicos y políticos imborrables en el PYO. Bien se puede afirmar que el PYO fue fundado como una entidad necesaria para defender y propagar el marxismo revolucionario contra el revisionismo y colaboracionismo del PDPA liderado por Noor Mohammad Taraki y Babrak Karmal.
Soplaban vientos de cambio en Afganistán. En 1963, Daoud tuvo que dimitir como primer ministro para dar paso al rey Zahir Shah con el fin proclamar una monarquía constitucional. Se aprobó una nueva constitución y se permitió al pueblo vestigios de libertades democráticas, incluida una pequeña medida de libertad de expresión y libertad de prensa. Aprovechando el deshielo en el clima político, el PYO se propuso publicar un periódico semanal, Sholai Jawaid (La llama eterna), que se concentró en introducir los principios de la Nueva Democracia (Pensamiento Mao Zedong) y exponer las maquinaciones del PDPA y la Unión Soviética revisionista. Sholai Jawaid fue prohibido después de solo 11 números, pero eso fue suficiente para sembrar las semillas del pensamiento revolucionario y capturar los corazones y las mentes de miles de intelectuales de vanguardia y trabajadores conscientes.
El deshielo en el clima político también fue apreciado por otras organizaciones. Muy pronto, las reuniones políticas y las manifestaciones comenzaron a atraer a un gran número de seguidores y a generar un gran interés en Kabul y las principales ciudades. En la mayoría de esas reuniones y manifestaciones, tres corrientes políticas fueron muy visibles: los Sholayis (miembros, seguidores y simpatizantes de la PYO, conocidos por su vocero Sholai Jawaid), los Khalqis y Parchamis (seguidores de las dos facciones rivales dentro del PDPA, cada uno por sus respectivos portavoces, Khalq y Parcham), y los Ikhwanis (Islamistas y fundamentalistas islámicos, luego rebautizados como Juventud Musulmana, por el nombre de su prototipo en Egipto: Ikhwan al-Muslimeen [Hermanos Musulmanes]). Desde el punto de vista de la fuerza numérica, las reuniones y manifestaciones organizadas por los sholayis en Kabul superaron con creces a los khalqis y los parchamis y eclipsaron por completo todo lo que los ikhwanis pudieran organizar a pesar de su afirmación sobre la religiosidad y la propensión religiosa de la población en general.
Los Ikhwanis inicialmente no se tomaron muy en serio por los círculos políticos debido a su inferioridad numérica y la pobre atracción que ejercía entre los intelectuales. Los Ikhwanis compensaron su inferioridad con su virulencia, que primero se manifestó por una avalancha de ácido rociado sobre los rostros de jóvenes estudiantes universitarias y de educación secundaria (esto fue motivado por la misoginia fundamentalista islámica, que aborrece la aparición de las mujeres en la sociedad y considera el encarcelamiento de mujeres en casas y harenes como el colmo de la piedad islámica). Esta virulencia Ikhwani creció a pasos agigantados y muy pronto alcanzó el punto de asesinatos violentos de intelectuales con mentalidad avanzada. Varios de esos asesinatos fueron cometidos abiertamente por los Ikhwanis en Herat y Laghman, y muchos casos encubiertos de asesinatos de los Ikhwani salieron a la luz en Kabul y otras ciudades. El clímax del movimiento marxista revolucionario llegó en junio de 1972, cuando Sholayis e Ikhwanis se enfrentaron en el campus de la Universidad de Kabul, un semillero de lucha y debates ideológicos y políticos. Fieles a su naturaleza, los Ikhwanis habían venido armados con cuchillos y pistolas. La situación en ese fatídico día rápidamente se salió de control y Saydal Sokhandan, un destacado activista de PYO y fogoso orador de Sholayi fue asesinado personalmente por Golbuddin Hekmatyar, quien más tarde ganó notoriedad como líder del grupo fundamentalista islámico más rabioso, el Hizb-i-Islami (Partido islámico); Fue este Hizb-i-Islami el que obtuvo la mayor parte de la generosidad de la CIA durante los años de la Guerra de Resistencia contra la agresión y ocupación soviética; como todos los partidos fundamentalistas afganos, el Hizb-i-Islami se nutrió de armas y dólares de la CIA hasta que, de un chacal humilde, se convirtió en una hiena sedienta de sangre que se deleitaba con las entrañas del pueblo de Afganistán. Este solo hecho es suficiente para exponer los aullidos hipócritas del imperialismo occidental contra el fundamentalismo islámico. Muchos otros sholayis resultaron heridos, algunos de ellos de gravedad. Este choque polarizó aún más la atmósfera política general y provocó un intenso debate dentro de la PYO, lo que obligó a una introspección en sus políticas y enfoques.
La crítica predominante entre los sholayis fue que, a pesar de que la corriente política Sholai Jawaid había acumulado un gran y dedicado seguimiento de miles de jóvenes afganos, la dirección del PYO no había podido aprovechar el potencial de estos adherentes para la movilización política de las masas campesinas, que comprendían el 90% de la población de Afganistán. El alcance de PYO y su liderazgo rara vez se extendió más allá de la intelectualidad urbana, los urbanitas y un número limitado de trabajadores. Fue consecuencia de tal introspección que a principios de los años 70 diferentes círculos dentro del Sholai Jawaid comenzaron a destacar los errores del PYO, abriendo una extensa lucha ideológica en todos los niveles de la organización. La crítica más profunda a la PYO provino del Grupo Revolucionario de los Pueblos de Afganistán (más tarde actualizado y rebautizado como Sazman-i Rehayi Afganistán [Organización de Liberación de Afganistán]). La totalidad de tales críticas resultó en la disolución del PYO en una serie de grupos revolucionarios más pequeños que, generalmente, se adhirieron -con diferentes grados de desacuerdo- al marxismo-leninismo-pensamiento de Mao Zedong.
Ⅱ. Los años de Daoud
En julio de 1973, Daoud, el “Príncipe Rojo”, apoyado por la facción Parcham del PDPA, organizó un golpe de estado incruento en el que derrocó a su primo, el rey Zahir Shah, y proclamó Afganistán una república con él mismo como presidente. Los compinches Parchami de Daoud fueron nombrados para puestos clave del gobierno, pero los Parchamis y sus amos rusos habían subestimado la famosa terquedad obstinada de Daoud. Después de un año de mala gestión y delitos menores de Parchami en todos los niveles y el cumplimiento de una agenda oculta dictada por Moscú, Daoud despidió a todos los funcionarios Parchami claves en su administración. Esto obligó a Moscú a concentrarse en las fuerzas armadas afganas para el logro de sus motivos ocultos. Durante los cinco años de gobierno de Daoud como presidente (1973–1978), el movimiento revolucionario permaneció en un estado de estancamiento. Esto se debió a la desunión entre los ex miembros y seguidores de la PYO, ahora disuelta. El Grupo Revolucionario de los Pueblos de Afganistán (el precursor del ALO) surgió como uno de los pocos grupos revolucionarios bien organizados con una agenda clara. Hizo hincapié (en retrospectiva, tal vez en exceso) en la necesidad de un trabajo más profundo con el campesinado, haciendo que la mayoría de sus cuadros y activistas trasladasen sus actividades a la escena rural.
Durante este período, las dos facciones rivales del PDPA (la facción Khalq, liderada por Noor Mohammad Taraki, y la facción Parcham, liderada por Babrak Karmal) que se habían separado hace algunos años, como consecuencia de un choque personal entre Taraki y Karmal, se reunieron en 1977 bajo petición de Moscú. Esto fue para la preparación de planes estratégicos tramados en el Kremlin, para una versión rusa de la “política avanzada” de la Gran Bretaña colonial del siglo ⅩⅨ. Mientras tanto, Daoud se había desilusionado de sus patrocinadores del Kremlin y había acudido a Occidente en busca de ayuda en sus ambiciosos planes de desarrollo. Remendó vallas con Pakistán (una larga disputa con Pakistán sobre “ Pashtunistan” fue la rivalidad exterior favorita de Daoud) y visitó Irán y Arabia Saudita para solicitar ayuda financiera. El cambio radical de Daoud fue demasiado brusco y alarmante para que los estrategas del Kremlin pudiesen soportar cualquier demora en una respuesta firme y decidida del gobernante (el recuerdo del asesinato de Anwar Sadat en Egipto y de Siyad Barre en Somalia unos años antes, provocando ambos la expulsión de los rusos, era demasiado reciente y doloroso.) En abril de 1978, la KGB diseñó el asesinato de Mir Akbar Khyber, un parchami clave, e hizo que el PDPA unificado realizara una demostración masiva de fuerza y desafío en su funeral. Esto fue orquestado para provocar a Daoud y que éste lanzase una ofensiva contra el PDPA. El arrogante Daoud cayó en la trampa y desencadenó una reacción armada, encabezada por topos de la KGB en unidades clave del ejército y la fuerza aérea. La “Gloriosa Revolución Saur” estaba en marcha. El sangriento golpe de Estado que siguió del 28 de abril de 1978, resultó en la masacre de Daoud y su familia entera, junto con una población estimada de 7.000 militares y civiles, y la llegada al poder del PDPA con Noor Mohammad Taraki como presidente y primer ministro, y Babrak Karmal como su adjunto. En esta coyuntura, los grupos revolucionarios afganos no eran una fuerza política reconocible, su mayor actividad entonces era la valoración política de la Unión Soviética como potencia social-imperialista y del PDPA como agente de alta traición y topo del social-imperialismo. El estribillo de los Sholayis, que intentaban hacer ver la necesidad de una lucha implacable contra el amo y el lacayo, no dejó de registrarse desde entonces en la mente y la conciencia de los patriotas que piensan y sienten.
Ⅲ. Los años de Saur
Ni el pueblo de Afganistán, ni las agrupaciones revolucionarias lamentaron la caída de Daoud, pero esto no impidió que todas las agrupaciones marxistas revolucionarias -las herederas políticas del PYO- condenaran rápida, inequívoca y unánimamente el sangriento golpe de Estado y llamaran a la unión popular para salvar la patria del destino que la esperaba a manos de los archi-traidores del PDPA y sus amos rusos. Esta respuesta rápida y clara se basó en el hecho de que ningún individuo o grupo marxista revolucionario en Afganistán tenía la menor duda de que los indígenas Khalqi y Parchami, lacayos del revisionismo soviético, tenían un papel o misión diferente en Afganistán que no fuera vender su país a la Unión Soviética bajo el pretexto del “camino no capitalista hacia el desarrollo”, y salvaguardar a toda costa los intereses de los soviéticos en Afganistán. Inmediatamente después de la “victoria de la Revolución Saur “, se desató un reinado de terror sobre la amplia población en general y sobre la intelectualidad disidente en particular. Las detenciones arbitrarias, la horrenda tortura de sospechosos y las ejecuciones masivas de todos los elementos “contrarrevolucionarios”, arrestados con el más mínimo pretexto por funcionarios histéricos, comisionados por una camarilla paranoica de agentes de la KGB al mando del estado y el gobierno, se convirtieron en algo común y en rutina. Ninguno se salvó. Para los Khalqi (muy pronto se pelearon con los Parchamis y, ganando la delantera, se volvieron contra sus antiguos compañeros de armas; bajo la égida de Alexandre Puzanov, el embajador soviético, Babrak Karmal y su séquito de Parchamis clave, fueron desterrados al extranjero, pero varios de ellos fueron encarcelados) todos y cada uno de los que pronunciaban una palabra contra la Unión Soviética y la “Revolución de Saur” eran traidores y contrarrevolucionarios, y todos los contrarrevolucionarios eran “Sholayis” (si eran educados y laicos) o “Ikhwanis” (si eran analfabetos, groseros y/o de mentalidad religiosa). Entre estas dos categorías, el trato más duro y cruel fue el que recibieron los “Sholayis”, porque eran enemigos conscientes con motivos políticos premeditados para el antagonismo y la animosidad contra los logros de la Gloriosa Revolución Saur en contraposición a los enemigos ignorantes que se oponían a la Revolución Saur por fanatismo religioso irreflexivo. Palabras, pero en los hechos el régimen arremetió contra la religiosidad de las masas, malinterpretando el ABC del materialismo histórico y la sociología marxista. Todo esto fue perpetrado en nombre de la “revolución democrática”, “la democracia popular como el primer peldaño en la escalera al socialismo”, “y la abolición de la explotación del hombre por el hombre”. Todos los conceptos que eran santificados y venerables para los trabajadores, las clases explotadas y las masas trabajadoras se volvieron profanos y despreciables, personificando el terror, la traición y la “villanía roja”. En nombre de la “revolución” se hizo un daño irreparable a la imagen de los verdaderos intelectuales y obreros revolucionarios y de los conceptos revolucionarios.
Galvanizados por la atmósfera universal de terror, consternación y tragedia, lo peor estaba aún por venir. Agrupaciones de marxistas revolucionarios comenzaron a juntarse nuevamente y, en algunos casos, alcanzaron algún grado de unificación, pero bajo las circunstancias imperantes tal cosa tuvo pocos resultados prácticos. Sin embargo, cada agrupación revolucionaria, impulsada por las mismas circunstancias implacables a organizarse y evolucionar hacia organizaciones marxistas, estaban -cada una a su manera y de acuerdo con sus medios y capacidades disponibles- comprometidas en profundizar y expandir la lucha patriótica. El 5 de agosto de 1979, el Grupo Revolucionario de los Pueblos de Afganistán (precursor del ALO) que colaboraba en un frente único con varias organizaciones militantes islamistas, participó en un levantamiento militar en la guarnición de Bala Hissar, en Kabul (popularmente recordada como la insurrección de Bala Hissar). La insurrección fue brutalmente sofocada por el régimen y un gran número de cuadros del Grupo Revolucionario murieron en los combates, sucumbieron bajo tortura o siendo ejecutados sumariamente. La corrección de la política y la línea de acción adoptadas por el Grupo Revolucionario para formar un frente único con los islamistas y participar en el levantamiento militar todavía se debate en los círculos marxistas afganos, pero como se menciona en un documento del ALO, la insurrección del 5 de agosto demostró que los marxistas patriotas no se inmutaron por estar en la primera línea de batalla cuando la defensa del pueblo y la independencia de la patria estaban en juego, y que los mares de sangre separan a los Sholayis de los Khalqi y los traidores revisionistas Parchami.
Para los revolucionarios marxistas afganos era una conclusión inevitable que, a la luz del rotundo rechazo del régimen por parte del pueblo y el creciente fracaso del régimen en todos los aspectos del gobierno, la Unión Soviética tendría que intervenir para salvaguardar sus intereses estratégicos. Como era de esperar, el régimen del PDPA degeneró muy rápidamente en una pelea de perros cabeza del partido que se atacaban mutuamente, con Alexandre Puzanov, el embajador soviético y veterano jefe de espías, actuando como patrón y árbitro. Hafizullah Amin, el lugarteniente sin escrúpulos y megalomaníacamente ambicioso de Taraki en la facción Khalq, muy pronto convirtió a los Khalqis en los Parchamis y tuvo a los mandos Parchami desterrados, algunos de ellos acabó entregado a la temida y omnipotente policía secreta AGSA para la “investigación”. Poco después se volvió contra su mentor, Taraki, y, en una escena dramática que recordaba mucho a los mafiosos de Nueva York ajustando cuentas, hubo un tiroteo en el palacio presidencial, en presencia del embajador soviético. El padrino soviético había dado las bendiciones tácitas del Kremlin a Taraki para aniquilar al egoísta Amin, pero el plan salió mal y Amin logró escapar ileso mientras su ayudante de confianza, Daoud Taroon, fue asesinado. Esta fue la última gota. Amin hizo arrestar preventivamente a Taraki y asumió todos sus títulos oficiales. Un par de días después, Taraki, el “Gran Líder”, el “Prodigio de Oriente”, fue asfixiado hasta la muerte por orden de su “leal alumno” y “devoto discípulo” Amin. Amin estaba ahora en la cima y era efusivo en sus frecuentes elogios a la Unión Soviética, pero no podía engañar a los soviéticos. Había frustrado los planes del Kremlin, había avergonzado considerablemente a Moscú y había echado a patadas en intrigas políticas al veterano soviético. Pero Moscú se había tomado la molestia de tener repuestos. Ahora levantó un dedo y los peces gordos de Parchami fueron desterrados como embajadores en diferentes países por los Khalqis. El 27 de diciembre de 1979, Babrak Karmal salió al aire desde una estación de radio en la entonces República Socialista Soviética de Tayikistán disimulando estar en la Radio de Afganistán, anunció la inauguración de la “nueva etapa evolutiva de la Gloriosa Revolución Saur”. Amin había sido envenenado ese día por sus guardias rusos en su palacio en Kabul y “contingentes limitados” del ejército soviético se vertieron por Afganistán con Babrak Karmal encaramado sobre los cañones de los tanques. El antiguo informante del príncipe Daoud y el astro fantasma de la KGB estaba ahora al timón.
Ⅳ. La guerra de resistencia
Lo peor había pasado. La patria de un pueblo fanáticamente independiente había sido ocupada por un invasor extranjero y un hombre despreciado se les había impuesto a punta de pistola como su gobernante. La gente tomó las armas, a menudo nada mejor que cuchillos de cocina o armas de fuego oxidadas del siglo ⅩⅨ. Para el movimiento marxista revolucionario en Afganistán fue una época de gran tribulación. Un movimiento incipiente, que aún no había encontrado su rumbo y ni siquiera había enseñado las muelas, se enfrentó al formidable desafío de dejar su huella en una lucha de liberación nacional contra una superpotencia armada hasta los dientes. Este era un país todavía en medio de relaciones semifeudales de producción que luchaba con una economía agrícola primitiva y una tasa de analfabetismo de más del 90% y, por supuesto, profundamente religioso. La sagrada soberanía de un pueblo así había sido traicionada escandalosamente por los “marxistas”, y la integridad de ese país había sido violada groseramente por el país que Lenin había construido. El socialimperialismo había dado en el blanco. El concepto de honor del pueblo afgano y la totalidad de su visión del mundo, encapsulado en su fe religiosa, habían sido maltratados e insultados. Las masas clamaban por la sangre de los ateos traidores “comunistas”. En tal atmósfera, se esperaba que un incipiente movimiento marxista revolucionario cumpliera su misión histórica.
Afganistán es la patria de diferentes grupos étnicos que debido al subdesarrollo de las fuerzas productivas aún no se han fusionado completamente en una sola nación en el sentido estricto de la palabra. Los mismos factores que han impedido que el pueblo de Afganistán se convierta en una nación moderna los han condicionado durante más de un milenio a considerar su creencia religiosa islámica como el único agente unificador de todas las clases sociales y todas las denominaciones étnicas, particularmente en tiempos de adversidad histórica. Con la llegada al poder del PDPA colaboracionista y particularmente después de la invasión y ocupación de Afganistán por la Unión Soviética, el llamado a una Jihad -una Guerra Santa- empezó a resonar en todos los rincones de las llanuras y valles del país. A diferencia de los británicos en el siglo ⅩⅨ y principios del ⅩⅩ, esta era la única forma en que un pueblo apenas salido de la Edad Media, tanto espiritual como materialmente, podía articular la necesidad de una guerra patriótica de resistencia contra un invasor extranjero. Solo la Jihad podría proporcionar una motivación ardiente, una elucidación ideológica simple y bien entendida de la necesidad y el deber de renunciar a la vida en un esfuerzo concertado total para librar al país de la profanación de los traidores indígenas y sus amos extranjeros. En medio de la cacofonía de exhortaciones islámicas a una Jihad tras el golpe de Estado prosoviético y, particularmente, después de la invasión soviética, los comerciantes de fe fundamentalistas islámicos estaban cosechando oro.
Los Ikhwanis habían hecho una apuesta por el poder durante los fatídicos años de Daoud. El suyo fue un ejercicio de locura, ya que ningún segmento de la sociedad afgana apoyó sus débiles insurrecciones en Laghman y Panjsher. La mayoría de sus líderes fueron detenidos y encarcelados y algunos de ellos se refugiaron en el vecino Pakistán, donde ofrecieron sus servicios a las agencias de inteligencia del gobierno de Zulfikar Ali Bhutto. Fueron puestos en nóminas modestas y guardados para un día lluvioso. Con la invasión soviética de Afganistán y el despertar del imperialismo occidental a esta oportunidad de vengarse de su rival socialimperialista tras la humillante derrota de Estados Unidos en Vietnam, fueron sacados del armario y convertidos en líderes de la noche a la mañana. La deidad debió haberles sonreído cuando el astuto Bhutto, de mentalidad secular, había sido depuesto por su jefe de Estado Mayor islamista, el general Zia-ul-Haq, y el oleoducto de armas y dinero de Estados Unidos y los petrodólares árabes comenzaron a llegar. Inflados con armas y dinero estadounidenses y árabes y navegando en una marea alta de sentimiento religioso popular antisoviético, los agentes fundamentalistas a sueldo irrumpieron en la escena política como líderes de los muyahidines afganos, luchadores por la libertad y, por extensión, líderes del pueblo de Afganistán. Gulbuddin Hekmatyar, el asesino de Saydal Sokhandan en años pasados, saltó al estrellato a fuerza de su perspicacia política, su naturaleza cruel y sin escrúpulos y su obsequio desvergonzado hacia los generales y peces gordos paquistaníes acusados de dispensar armas y dólares estadounidenses y árabes. No había olvidado las viejas animosidades. Declaró que los Sholayis, como verdaderos revolucionarios, eran “el enemigo principal” y más que a la par con los Khalqis y los Parchamis. En palabras de un escritor afgano revolucionario:
“El movimiento revolucionario en Afganistán no sólo se enfrentó a los agresores soviéticos. El régimen de Jomeini en Irán y la dictadura de Zia-ul-Haq en Pakistán coincidieron y trabajaron hombro con hombro con los rusos y el régimen títere en Kabul para diezmar a los revolucionarios marxistas en Afganistán y anular su trabajo entre las masas. Nuestro incipiente movimiento revolucionario estaba sitiado desde las cuatro direcciones“.
Cientos de marxistas revolucionarios afganos fueron ejecutados en los campos de exterminio de Pol-i-Charkhy, en Kabul, durante el período Taraki-Amin y más tarde durante los años Karmal y Najibullah de la ocupación soviética. Cientos más fueron perseguidos por partidatrios de los ikhwani en Pakistán y dentro de Afganistán. Los servicios secretos Khad (el brazo afgano de la KGB) tenían una sección especial encargada de la tarea de aniquilar a todas las organizaciones y agrupaciones Sholayi. Los sholayis luchaban contra todo pronóstico. Por un lado, estaban obligados a participar en la lucha de liberación nacional, ya sea la Jihad o la Guerra de Resistencia, y por el otro tuvieron que luchar contra la KGB por un lado y los sabuesos Ikhwani por el otro. Sin embargo, participaron en la lucha de liberación nacional que hicieron. La Organización para la Liberación de Afganistán (el antiguo Grupo Revolucionario de los Pueblos de Afganistán) y la Organización para la Liberación del Pueblo de Afganistán (SAMA ) son dos organizaciones revolucionarias que han participado activa y tangiblemente en la Guerra de Resistencia. Hubo un tiempo en que SAMA incluso había liberado áreas propias. Con una presencia tan destacada en la lucha de liberación nacional, era demasiado no esperar una reacción rabiosa de los Ikhwani. Los islamistas no perdonaron a ningún Sholayica yendo y no escatimaron esfuerzos para llegar a camaradas prominentes del movimiento revolucionario. Hizb-i-Islami de Gulbuddin Hekmatyar fue el principal sabueso en la caza de revolucionarios marxistas. Muchos revolucionarios intrépidos y muchos patriotas incondicionales fueron asesinados a tiros o desaparecidos sin dejar rastro en Peshawar, Pakistán, centro de actividades políticas y logísticas de la resistencia. El camarada Dr. Faiz Ahmad, veterano del movimiento marxista en Afganistán y líder fundador del Grupo Revolucionario de los Pueblos de Afganistán y posteriormente del ALO fue entregado al Hizb-i-Islami por un traidor comisionado por el Hizb, y torturado a muerte. Decenas de otros cuadros y camaradas del ALO fueron asesinados por el Hizb-i-Islami. Es un hecho bien conocido que el profesor Qayum Rahbar, líder de SAMA, fue asesinado a tiros por sicarios de Hizb-i-Islami en Peshawar, aunque SAMA, por razones propias, aún no ha documentado este hecho. A lo largo de los años de ocupación rusa (por una ironía del destino coincidiendo con los años de Zia-ul-Haq en Pakistán) los partidos fundamentalistas afganos en general y Hizb-i-Islami en particular disfrutaron de un estatus muy privilegiado que les otorgó el régimen de Zia-ul-Haq. Los recursos de las fuerzas armadas de Pakistán, los servicios de inteligencia, la policía y el fundamentalista Jamaat-i Islami estaban a disposición de los fundamentalistas afganos, por lo que los revolucionarios afganos y los patriotas seculares no tenían refugio, ni recurso, ni siquiera el más mínimo apoyo o simpatía de las autoridades paquistaníes. Por extensión, se vieron privados de todo reconocimiento por parte de los medios de comunicación mundiales.
Ⅴ. …Hasta el presente
El movimiento marxista revolucionario anónimo e inadvertido en Afganistán, golpeado hasta casi la extinción por la derecha y la izquierda, destaca por su resistencia. La casi totalidad de sus líderes y la mayoría absoluta de sus cuadros y veteranos han sido diezmados por los Khalqis y los Parchamis o por los Ikhwanis… Sin embargo, por mandato de la historia, el movimiento revolucionario marxista está vivo e inmortal. Las circunstancias increíblemente abrumadoras de los años de la Guerra de Resistencia obligaron a los verdaderos comunistas a adoptar tácticas adecuadas a la situación. Una de esas tácticas consistía en infiltrarse en las filas de los partidos y organizaciones islamistas reaccionarios beligerantes a nivel de base con la intención de autenticar su vínculo indisoluble con las masas y adquirir armas y municiones para las fuerzas revolucionarias. Un monumento duradero a la contribución de los marxistas revolucionarios a la Guerra de Resistencia popular contra la agresión soviética es el hecho de que los nombres “Sholayis” y “Sholai Jawaid” no han sido ahogados por catorce años de estruendosa estridencia islamista en una guerra que los islamistas nunca permitieron ser etiquetada como otra cosa que una guerra del islam contra el ateísmo y el comunismo. El prestigio de los revolucionarios marxistas se ha visto reforzado por su presencia activa en el frente de batalla y la autenticación de sus personalidades como individuos intrépidos, solidarios y populares informados en asuntos militares y evidenciando perspicacia y discernimiento en los análisis políticos. La conocida irreconciliabilidad de las agrupaciones y organizaciones marxistas revolucionarias con el régimen títere de traidores y capitulares entre ellos ha contribuido en gran medida al aumento del prestigio de los revolucionarios entre las masas y entre los elementos honestos de la oposición islamista. Un compatriota musulmán muy ortodoxo ha dicho: “Soy y siempre he sido enemigo de los Sholayis, pero no dudo ni por un momento de su patriotismo y su amor por la gente“.
La Guerra de Resistencia contra el socialimperialismo soviético ha terminado y el pueblo de Afganistán puede reclamar legítimamente los laureles de la victoria. El socialimperialismo ha sido enviado al lugar que le corresponde en el basurero de la historia y el imperialismo occidental clásico seguramente seguirá su ejemplo tarde o temprano. Pero es la desgracia histórica del pueblo de Afganistán que después de dar el golpe fatal al oso socialimperialista, ahora tiene que defenderse de las hienas reaccionarias rabiosas, los perros encadenados del imperialismo occidental. Al igual que con la guerra de liberación nacional de resistencia contra el socialimperialismo, la ALO continuará al frente de la batalla contra las bestias fundamentalistas.
El verdadero movimiento comunista en Afganistán está plagado de innumerables deficiencias, entre las que destacan la ambigüedad teórica y una confusión organizativa concomitante; y está severamente restringido en sus tareas de difusión de conciencia política. Pero ha acumulado una rica experiencia en actividades de combate y en el trabajo entre las masas. Los marxistas revolucionarios afganos se han convertido en veteranos en enfrentamientos armados con el enemigo. Alguna vez será posible para los marxistas revolucionarios afganos combinar esta experiencia de lucha con una comprensión más profunda de las contradicciones de clase en la sociedad afgana, con una mayor conciencia de clase tanto de sus miembros como de las masas trabajadoras, y con el disfrute de una confianza más profunda de un pueblo traicionado fatalmente en nombre del marxismo-leninismo por títeres socialimperialistas. La historia seguramente será testigo de cambios dramáticos en la arena política de Afganistán. La profundidad y amplitud de la ignominia y el salvajismo del actual gobierno fundamentalista islámico en Afganistán no tiene precedentes en la historia mundial contemporánea, al igual que la devastación infligida al tejido moral y material del país y la gente. No a la bestia fundamentalista, sino a la ultrafundamentalista le preocupa ahora lo que queda de la piel y los huesos vivos del pueblo afgano. Lo que el mundo está presenciando en Afganistán en la coyuntura actual del tiempo es un fascismo religioso ultrarreaccionario, un apartheid de género masivo y un ultrafundamentalismo, todo en uno. Tal tiranía medieval sin precedentes es y será igualada por la resistencia, el heroísmo y la fe de los verdaderos comunistas afganos en su misión histórica de liberar a su país y su gente del infierno actual y llevar a las masas trabajadoras a una sociedad libre de las cadenas del feudalismo y la explotación capitalista de muchos por unos pocos. Esto por sí solo es suficiente para garantizar que una monstruosidad política tan anacrónica no pueda ni deba vivir mucho tiempo. La historia siempre encontrará al ALO en su puesto.